Si hubiera modo de traer a España algunos librepensadores mercenarios y varios protestantes de alquiler, quizás se resolvería la dificultad sin menoscabo de los sentimientos españoles; pero no siendo esto posible, no hay más solución que dejar que se formen dentro de casa y tolerarlos, y hasta, si es preciso, pagarlos. Siendo yo niño leí el relato horripilante de un suceso ocurrido en uno de estos países cercanos al Polo Norte, a un hombre que viajaba en trineo con cinco hijos suyos. El malaventurado viajero fue acometido por una manada de hambrientos lobos, que cada vez le aturdían más con sus aullidos y le estrechaban más de cerca, hasta abalanzarse sobre los caballos que tiraban del trineo; en tan desesperada situación tuvo una idea terrible: cogió a uno de sus hijos, el menor, y lo arrojó en medio de los lobos; y mientras éstos,, furiosos, excitados, se disputaban la presa, él prosiguió velozmente su camino y pudo llegar a donde le dieran amparo y refugio. España debe de hacer como aquel padre salvaje y amantísimo; que por algo es patria de Guzmán el Bueno, que dejó degollar a su hijo ante los muros de Tarifa. Algunas almas sentimentales dirán de fijo que el recurso es demasiado brutal; pero en presencia de la ruina espiritual de España, hay que ponerse una piedra en el sitio donde está el corazón, y hay que arrojar aunque sea un millón de españoles a los lobos, si no queremos arrojarnos todos a los puercos.